El Estero Salado se adentra unos 15 kilómetros en la ciudad, llegando hasta la zona central y norte. Estas ramificaciones permitieron disfrutar de un ambiente tranquilo, transformándose en un punto de encuentro por excelencia para los guayaquileños. Incluso se menciona en algunos relatos que las aguas del estero tenían propiedades medicinales (Martillo, 2006).
La primera fecha en la que consta una descripción sobre el Estero Salado es en 1740 por parte de Jorge Juan, delegado de la Corona Española, que, junto con Antonio de Ulloa, marinos y científicos, fueron parte de la Misión Geodésica Francesa, la Audiencia de Quito, también es encargado de examinar Guayaquil e identificar lo que fuera conveniente para su defensa en caso de ataques vía marítima (Juan & de Ulloa, 1982). Es así que viaja por el Estero Salado, siendo el primer recorrido técnico-formal del mismo, del que se menciona:
Don Jorge Juan pasó a reconocer todo el Estero Salado, cuyo brazo es tan considerable que, en las cuatro leguas que navegó por él desde la ciudad hasta su boca, encontró siempre 14 brazas de agua, y aún más en algunos parajes” (Juan & de Ulloa, 1982:157).
A inicios del siglo XX, en la zona alrededor del Estero Salado había una gran presencia de manglar, que ocupaba alrededor de 50 metros en las riberas del oeste, hacia el inicio de la cordillera que va a la Costa, y 250 metros al este, hacia la ciudad, seguido por el salitral con un margen de entre 100 y 200 metros
Debido a la existencia de terrenos pantanosos entre el asentamiento consolidado de la ciudad y el cuerpo de agua, que dificultaban la accesibilidad, el Estero no será un elemento de importancia para la ciudad hasta un siglo después, a mediados del siglo XIX. En 1841, Vicente Rocafuerte1, como gobernador de Guayaquil, mandó a realizar un corte en el manglar en dirección al oeste y una calzada de cascajo que llevaría al Estero Salado, la que se conoció como el “Camino de la Trocha” (Estrada Ycaza, 1995b).